Hoy día en el intricado escenario audiovisual -específicamente el cine- resulta cada vez más extraño toparse con sorpresas agradables que superen expectativas. Esto ya sea efecto de ciertas particularidades componentes de la fibra del intercambio social contemporáneo, o por la relativa democratización en cuanto a educación/accesibilidad/producción/participación/proyección se refiere. Y es que la amplificación en nuestras formas de relación a través de las últimas décadas ha modificado radicalmente las concepciones de perspectiva colectiva. Pero a pesar de cuan cuesta arriba pueda ser mantener un velo que tanto limite como atraiga y luego cumpla su cometido de experiencia; el más reciente documental de Karen Rossi, Ser grande (2018), consigue precisamente eso. Una propuesta que se vale de la fidelidad desprovista de maquillaje.
El documental inicia con un gancho perfecto. Probablemente una de las escenas más potentes registradas en la filmografía puertorriqueña de los últimos años pues atrapa la sustancia de profundas correlaciones socio psicológicas en un breve lapso de tiempo y sin emitir juicio alguno. En ese sentido funciona casi como una secuencia madre que además es punto de partida. La misma se da en el ámbito de unos talleres provistos por la organización Jóvenes de Puerto Rico en Riesgo; que, en buena medida, fue agente catalítico para la realización de dicho proyecto. De allí surgen los sujetos a seguir: tres adolescentes provenientes de sectores marginados en etapas claves de transición hacia la adultez.
El acercamiento de Rossi es observacional y minimalista, adentrándose en la cotidianidad de los jóvenes. No obstante, su mirada es apacible, gentil, hasta maternal; algo evidenciado en la construcción del montaje. Despunta la eficiencia de ejecución y la sinergia entablada con los sujetos, fruto de años de trabajo. Mas es el manejo sugestivo de los fragmentos “estáticos” donde se halla el núcleo del tratamiento. Los “silencios” y las tomas carentes de individuos refuerzan, reajustan el material. Vale recalcar la labor de Margarita Aponte (sonidista) e Kique Cubero García (aquí como director de fotografía) quienes continúan desempeñándose con una solidez que sin duda abre trechos.
Ser grande trae a mente la tan laureada Born into Brothels (2004) de Zana Briski y Ross Kauffman. Se pueden derivar ciertos paralelismos como sujetos jóvenes cuyo espacio encarna de varias maneras una marca de carimbo, el esfuerzo en proveer un testimonio justo a tramas que muchos prefieren y/o están condicionados a pasar por alto y la persuasión esperanzadora contra viento y marea. Son películas expresamente afectivas aunque en gran medida evasoras del melodrama. Aluden a arcaicos conflictos intraclase colocándose entre las figuras que más sufren sus consecuencias. Aparte de (y probablemente más relevante aún) servir como catarsis.
Vista desde su totalidad es fácil quedar agradado con Ser grande. La claridad de intención, el enfoque en la tibieza y la espontaneidad contribuyen a ello. Eso no quiere decir es una película sencilla. De hecho, al contemplarle con detenimiento parece implicar otras vertientes con mayores repercusiones de cuestionamientos insulares por la propia naturaleza del rodaje. Si algo perdura es la honestidad en práctica y la noción del trabajo como una extensión irrefutable de sí, como enunciativa de los parámetros capaces de definirnos. Quizás, sólo esto es necesario para hacernos grandes.
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