-el tiempo aturdido
Aunque la música es un elemento inextricable del cine, rara vez hay un interés de representar el proceso de apreciación sonora. Claro, es sin duda imposible completamente trasladar las implicaciones de una expresión artística sobre otra (ir al cine no es lo mismo que ir a un museo que no es lo mismo que leer que no es lo mismo que ir al teatro que no es lo mismo que escuchar) pero sí creo que abordar las formas de una empleando las formas de otra puede revelarnos las semejanzas y diferencias. Lo chévere es que este ejercicio de representación crítica no tiene que separarse del medio utilizado. Por ejemplo, en el caso de Ornette: Made in America (1985), dirigido y editado por Shirley Clarke, se logra una hábil transferencia del proceso artístico de Ornette Coleman, figura seminal en el desarrollo del free jazz, recodificándolo en un lenguaje cinematográfico. Clarke encuentra las similitudes en el ritmo, en el juego del tiempo que se desliza del sujeto (o de la melodía) sin abandonarla del todo.
La película comienza justo en el centro de una actividad, al parecer turística, de Fort Worth, Texas, el pueblo natal de Coleman. Vestidos de vaqueros, unos actores recrean un duelo. Simultáneamente sacan sus pistolas pero uno resulta ser más rápido que el otro al disparar. El baleado cae sobre la tierra y el público aplaude. La mitología del espacio se hace palpable, se nos hace claro que la esencia de la historia recae no en los datos (sin duda esta escena se basa más en el propio cine sobre el oeste que en cualquier narrativa académica) sino en su capacidad evocativa. Esta escena sugiere la espectacularización del pasado, apropiada metáfora en la construcción de cualquier documental y representativa del acercamiento de Clarke.
Pronto arriba el alcalde para entregarle la llave de la ciudad a Ornette Coleman, la primera vez que conocemos al personaje central, y se hace un discurso de como esa llave viajó al espacio con un astronauta del pueblo. El homenajeado queda fascinado con ese concepto, con la idea de que ahora poseerá un objeto cuyas travesías exceden la expectativa. De ahí hacemos un corte abrupto y estamos en el camerino de algún teatro, donde Ornette le cuenta a sus compañeros sobre la hazaña extra-terrenal de la llave. De nuevo, se establece un puente hacia la mitología y vamos formando una idea de la persona, del artista que utiliza todo lo que escucha y aprende para crear.
Esto nos da una entrada, finalmente, para presenciar su música en una presentación del protagonista con el Fort Worth Symphony Orchestra, evento que sirve de ancla temporal; salimos y regresamos de esta escena durante toda la película.
De pronto el montaje se torna más aventurero y, mientras el sonido continúa, vemos a un joven actor que parece representar la niñez de Ornette. Si bien está vestido a la moda de los 1930s, el niño camina por un espacio muy contemporáneo. La música prosigue diacrónica, se intensifica la rapidez en la edición visual y caemos en el ritmo de la mirada. Desde aquí Clarke sostendrá el resto de la película como una metafísica de la memoria externa, de escuchar la vivencia del otro y reconstruirla bajo el imaginario del escucha.
Entonces, literalmente nos adentramos en el pasado histórico y vemos otro material, filmado por la propia Clarke 20 años antes, donde recorremos algunas escenas de la cotidianidad de un Ornette visiblemente más joven. Su hijo Denardo, que ya habíamos conocido como un hombre al principio de la película (es el baterista durante Fort Worth), es un niño pensativo que parece adorar a un padre que no comprende del todo.
Otro brinco temporal y el Ornette del presente nos habla sobre su amor por la arquitectura, su arte predilecto de apreciación, y menciona que al no poder estudiarlo de manera formal se dedicó a «imitar el sonido de la música«. De hecho, esta proclividad por las estructuras es un constante-visual de la película. Triángulos sobreimpuestos, círculos de luces, edificios y la ciudad como entidad imperan en el montaje de Clarke.
En una de estas transiciones vemos a Ornette directamente interactuar con su niño actor, luego (o antes o después; el tiempo es sin duda fragmentario mientras se ve y mientras se recuerda la película) caminamos con el protagonista por un edificio abandonado. Estos significantes de la ausencia, visto dentro de la dilapidación que sugiere el edificio y cuando consideramos las implicaciones del sujeto topándose con su avatar, son otra metáfora de la música como cine. Más allá del montaje, cuyo frenético ritmo asemeja uno de los solos saxófonicos de Coleman, Clarke visualiza el concepto musical del silencio, refiriéndose a lo que está vis a vis lo que estuvo; al arte de potenciar el vacío.
Andando entre esas ruinas, Ornette encuentra un televisor desconectado. Aún sin electricidad, la pantalla le muestra una imagen subsumida, simbólica y real. Hay un cohete espacial despegando. Volvemos a las dimensiones extra-racionales de la llave, esa que apareció al principio que puede ser también el final. Otro corte momentáneo y Ornette está sumido en un extrañísimo monólogo, exponiendo sus opiniones y esperanzas con la idea de ser astronauta. El espacio rítmico de Clarke asume otra manifestación, volcándose en sobreimposiciones que resaltan el aspecto cuasi-táctil del fílmico. La mirada del espectador se torna sobre sí, el juego cinemático se hace tan obvio que podemos salir y reflexionar ante su construcción estética.
Entonces regresamos a Fort Worth. La presentación musical ha terminado. Estamos en el cóctel y nuestro protagonista comparte con el público. Hay incomodidad de ambos lados. Los espectadores reflejan nerviosismo y el artista parece cohibido. La cara de Ornette exude una combinación de orgullo y vergüenza, dándole cierta humanidad a esta intrigante figura. Los créditos finales aparecen debajo de la escena. El viaje inter-espacial de Clarke, que considera al cine como música y viceversa, culmina en la mundanidad. La llave regresa a la Tierra.
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