Documental, música y realimentación en el 6to Festival de Cine Europeo

El documental musical, o sobre un artista sea cual sea su medio, suele ser una proposición complicada. Por un lado, el contenido siempre se va a referir a un algo-externo que ya tiene gran relevancia cultural antes de que tan siquiera se comenzaran los planes de rodar la película. De hecho, en la mayoría de estos casos esa valorización previa es el elemento esencial para conseguir los recursos y el interés para realizar la película en primer lugar. Además, como espectador uno siempre se ve trastocado con su propio envolvimiento emocional y la música popular es tal vez el medio cultural más propenso a la personificación. Para usar un ejemplo reciente, pienso en el caso específico de Time is Illmatic (2014), documental sobre uno de los álbumes más icónicos de los 1990s y, en el plano puramente personal, una de las razones principales por la que yo aprendí inglés. Sería imposible contabilizar las veces que escuché y re-escuché Illmatic, al punto que ya es una parte inextricable de mi psique. Por tanto, ver el documental fue una experiencia sumamente placentera, incluso en los momentos que contaban cosas que ya yo conocía de antemano, pero la verdad es que no podría hacer un juicio ‘objetivo’ del mismo. Ponerme a pontificar sobre su valor como película en sí misma es un ejercicio que, admito, no podría realizar de manera justa.

He experimentado efectos similares con otros documentales sobre artistas musicales que admiro como We Jam Econo (2001) que recuenta la historia de los Minutemen, probablemente mi banda favorita, o This is the Life (2008) sobre la escena underground de L.A. que produjo, entre muchos otros notables, dos de los MCs más geniales de todos los tiempos: Myka 9 y Aceyalone. Además de crítico o pensador o diletante del cine, uno es parte de una cultura mayor donde el goce emocional tiende a anteponerse sobre la contemplación puramente intelectual o teórica. El documental musical suele ponerse entremedio de esas dos modalidades de apreciación. Y ni hablar de documentales sobre conciertos, lo que podríamos considerar una subcategoría del documental musical. Cosas como Salsa in Woodstock (1973) o Dance Craze (1981) me causan una reacción particular. Como ya me importa y estoy más que familiarizado con el contenido, que en este caso no es la narrativa histórica de los artistas sino la documentación de su arte, mi carácter de espectador cinematográfico trasciende su innata pasividad. En esos casos la racionalización es aún más disipada y, aunque ciertamente estamos sentados frente a una pantalla que no responde, nos perdemos en la ilusión de ser partícipes.

En la 6ta edición del Festival de Cine Europeo, que organiza la Alianza Francesa de Puerto Rico, se me presentó una oportunidad para ver diferentes vertientes afectivas, discursivas y cinemáticas que surgen del documental musical; tanto de artistas que conozco y admiro como de géneros y movimientos previamente desconocidos por mí. Como parte de una colaboración con el Festival In-Edit, se programaron 4 documentales que, de formas explícitas e inusitadas, se correspondían entre sí. Estos fueron, en el orden que los vi, The Sound of Belgium (2011), I Need a Dodge! Joe Strummer on the Run (2014), Europe in 8 Bits (2013) y Papagordo. En casa de Raimundo Amador (2011). Desde las aventuras de Joe Strummer en España, la cultura musical-parisera de Bélgica, la cotidianidad familiar de un guitarrista flamenco-fusión y la niñería del 8 Bit europeo, pude aprender, disfrutar y hasta encabronarme con la programación. No todas me gustaron pero, a lo menos, no puedo decir que salí indiferente de ninguna.

Conversando con Isabella Longo, la representante internacional del Festival In-Edit y, por consiguiente, la persona que trajo estos documentales a Puerto Rico, aprendí que la programación tuvo una intención concertada de trascender cualquier relación previa del espectador, de evitar que el conocer o no conocer sobre los artistas documentados sea el único vínculo. Elle me comentaba que el valor narrativo de los filmes es un elemento esencial en el criterio de los programadores, diciéndome que «valoramos la capacidad del documental de contar una historia, por ejemplo, más que el hecho de que sea una persona famosa presentada en el documental«. Ya cuando se encaminaron a colaborar con la Alianza Francesa de Puerto Rico y adherirse así al Festival de Cine Europeo, escogieron las cuatro que vi. Como es de esperarse, por la naturaleza del evento, Longo reconoció que “el criterio número uno es que fueran europeas. Dos, quisimos que fuera una elección bastante heterogénea, de representar diferentes tipos de formatos y de músicas.»

Luego de hablar con Longo, ver las películas y encaminarme a escribir este ensayo, todavía me encuentro desprovisto de muchas palabras. A una semana de haber culminado el festival se me hace difícil expandir sobre mi experiencia con cada proyección, por lo menos a modo de «crítica cinematográfica». Sin duda hay un nivel de envolvimiento particular, tanto al escuchar lo que uno ya sabe de los artistas que uno ya admira como al descubrir nuevas ideas y expresiones musicales a través de estos documentales, que a veces trasciende la extoriarización. ¿Será porque, incluso cuando uno no está tan familiarizado con los artistas, el documental musical necesariamente provoca una reacción más emocional que analítica? Y, más allá del documental musical en sí mismo, el contexto de un festival de cine es siempre una actividad comunal. Escribir, por el otro lado, es una gesta individual. Hay una contradicción inherente en todo este ejercicio, tensión que de alguna forma también se reflejó en mis recuentos del Festival de Cine Internacional de San Juan 2014 y el Puerto Rico Queer Filmfest 2014.

Nada de lo aquí escrito debe ser tomado como determinante. De seguro mis opiniones cambiarán con el tiempo o, si es que ocurre, con mis futuros reencuentros con estos documentales. De todas formas, incompleto desde el presente, escribo y expongo sobre el evento. Ya ocurrió, todavía está pasando.


 

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Comencé con The Sound of Belgium. Narrando las condiciones socioculturales que llevaron a la evolución de la particular hebra de la música de re-apropiación surgida en Bélgica durante los 1980s, el documental logra establecer una relación entre la identidad nacional y la creación artística. Creo que fue el más interesante de la programación, aunque a veces peca de querer introducir demasiada información y poco tiempo de respiro entremedio de cada tema. Tal vez hubiese funcionado mejor como una miniserie, o extender la duración de la película existente, pero esto también le da cierto encanto. Me da la impresión de que el director, Jozef Devillé, pensó que esta hubiese sido su única oportunidad para contar la historia y, por consecuencia, incluyo todo lo que pudo en la misma. Ese sentido de necesidad, de que se está haciendo el documental porque tiene que hacerse y no solamente porque puede hacerse, es contagioso.

Desde acá en Puerto Rico, obviamente no tengo una constancia directa del lugar que Bélgica ocupa dentro del ambiente clubero, jangueo musical europeo. Tampoco puedo decir que estoy totalmente al margen de esa realidad. De hecho, dos de las estaciones de radio que más escucho por Internet son de Bélgica: Radio Panik y Radio Campus Bruxelles. Algo que había notado es el innato eclecticismo transnacional de los playlists musicales de ambas. En Sound of Belgium no mencionan directamente estas estaciones, pero la manera en que se va desarrollando el argumento me hizo entender mejor la génesis cultural de esa cualidad. Precisamente, uno de los puntos principales del documental es exponer como la creación musical en Bélgica está directamente relacionada con la manera en que consumen y reconfiguran la música de otros países. Es una respuesta a la globalización cultural muy interesante, una manera de encontrar lo identitario nacional dentro de la influencia extranjera.

Esta idea de construir sobre lo otro se hace más expreso en la narración del New Beat belga, periodo histórico breve pero sumamente influyente en la cultura de la música electrónica a nivel internacional. La película traza una línea desde los órganos mecánicos, muy en boga en Bélgica durante los 1950-60s, y el ascenso del DJ como músico de los 1970s. A diferencia del loop de break-beats que buscaban los DJs estadounidenses para esa misma época, los belgas comenzaron bajando las revoluciones del disco para crear nuevas atmósferas sónicas. Desde ahí se fue formando toda una escena, con sus modas, actitudes e interacciones propias. Utilizando material de archivo de los clubes y video-reportajes sobre “la nueva atracción belga”, se logra evocar ese sentido de comunidad naciente. De ahí conocemos un poco del house y el techno que iba surgiendo a finales de los 1980s, mediados de los 1990s. También se explora un poco de la comercialización del género y como los artistas originales reaccionaron ante esta eventualidad.

Continuar con una explicación de la película sin antes volver a verla, como dije es muchísima información a la vez, sería tal vez impropio. Lo que sí puedo decir es que además de ensañarme un poco sobre un movimiento musical para mi desconocido, The Sound of Belgium me dejó con las ganas de regresar a ella y de buscar otras fuentes que complementen el tema. Esta es una cualidad esencial en todo documental interesante, sembrar la curiosidad en el espectador.


 

dodgeI Need a Dodge es el que mejor representa lo que mencionaba Longo sobre capacidades narrativas en el documental musical. Hay una historia muy clara, con un marcado principio y final, que recuenta los casi dos años que Joe Stummer se auto-exilió en España durante el 1983-85. Se hace una consecución directa entre la decisión de Strummer de botar a Mick Jones de The Clash, e infructuosamente tratar de continuar la banda con otros músicos, y su necesidad de alejarse por un tiempo de Inglaterra. Es un periodo de transición en la vida de Strummer, travesía que se metaforiza (en la vida real y en el documental) con su adquisición de un Dodge Dart de fabricación española.

Sin embargo, más allá de lo que ocurrió con el automóvil del título, I Need a Dodge realmente se concentra en la relación que Strummer estableció con la banda granadina 091, al punto que terminó produciéndoles lo que sería su 2ndo álbum Más de cien lobos. Enfocarse en un periodo tan específico fue una estrategia acertada, pues hay tantos otros documentales, reportajes y hasta libros sobre Strummer y sobre The Clash que intentar hacer algo más abarcador hubiese sido contraproducente. De hecho, de los cuatro documentales de la programación este es el único con personajes que yo estaba familiarizado; y no era sólo con Strummer, sino con 091 y con el álbum en cuestión. Para bien o para mal, esto sin duda afectó mi relación con la película.

Tratando de ser lo más objetivo posible, pienso que es el documental más completo de la programación. Con esto no quiero decir que fue el mejor o el que más disfruté (con todo y sus fallas creo que Sound of Belgium fue mi favorito), sino que es el que más se acerca a cumplir con sus intenciones. Es consistente y entretenido durante toda la duración, en ningún momento dejándonos con la impresión de que faltaba material o de que expusieron elementos innecesarios para con su narrativa.

Como punto final, tal vez debo notar que también hay otro documental sobre Strummer en España, Quiero tener una ferretería en Andalucía (2011), que veo ha participado de otras ediciones del In-Edit. Tengo entendido que ese trata más sobre la fascinación de Strummer con España a nivel macro y sobre las diferentes veces que visitó el país durante toda su vida, pero la verdad es que no puedo abundar mucho al respecto porque aún no he tenido la oportunidad de verlo.


 

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Llegamos a la que menos disfruté, a la que incluso me encojonó con su insuficiencia. En la superficie, Europe in 8 Bits narra la historia del movimiento de la llamada música chip en Europa. Conocemos a algunos de los actores principales de la escena y notamos un ímpetu común: la idea de crear con los remanentes electrónicos del pasado. Creo que hay muchas posibles vertientes teóricas, socioculturales y musicales que podrían explorarse a base de este movimiento. Ver como la rápida transformación de la tecnología puede influir en las maneras de concebir y recibir lo musical. Sin embargo, el documental nunca se pone al nivel de los sujetos. Se mantiene una distancia, presentándonoslos casi como si estos fueran objetos de zoológico. No hay un interés, o por lo menos yo no lo percibí, de explorar el tema por encima del falso panegírico que supuestamente delinea como «esto es una música muy linda, muy espiritual, muy rebelde, muy etc.» sin adentrarse en el porqué o en el efecto. Se mencionan muchas cosas que nunca llegan a ser propiamente evocadas. Para la película, lo interesante de los entrevistados no es su arte sino su artificio.

Lo que más me incomoda de todo es que me parece un desmerecimiento hacia los sujetos. Varias entrevistas hablan de que la música chip es más que una emulación, o evocación fácil, de los videojuegos. No dudo que esto sea correcto, es una expresión artística como cualquiera, pero el documental refleja lo contrario de esa declaración. Precisamente, la película le da un valor protagónico al artefacto de confección en esta música y, realmente, no abunda sobra la particularidad de las composiciones como composiciones en sí. Se fetichiza, en cierta manera menospreciando el arte de sus sujetos. Esto se ve en la manera que construyen el montaje de los shows, mostrándonos imágenes de varios artistas pero con la misma canción corriendo por encima. Asumo que esta no era la intención, pero se siente como si la película propone que estos artistas son intercambiables entre sí.

Hay sólo dos excepciones en la manera que se nos presenta la música y/o a sus artistas. Primero cuando conocemos a Fela Borbone en España durante una escena que lo presenta mientras él recoge cables, televisores y computadoras descartadas en un basurero. Lo seguimos hasta su taller y llegamos a escucharle tocar una composición original. Pero esto es un momento sumamente breve y, de nuevo, la película parece sobrevalorar el como el artista hace su música sobre el efecto artístico-particular que ésta evoca. Más adelante vemos la otra excepción, esta vez con el artista guatemalteco Meneo (porque incluyen gente de Latinoamérica en un documental cuyo propio título sugiere Europa es un eterno misterio). Meneo explica un poco de la música que crea con un gameboy y rápido cortamos a una presentación de él ante un público. Aquí no se hace mucho hincapié en la música sino que, de nuevo, se enfocan en la manera en que ésta se presenta. Esta vez ni siquiera el enfoque es el gameboy. Lo importante para la cámara parece ser el como Meneo se va quitando la ropa hasta que termina completamente desnudo. Chévere, pero esto no algo particular del 8 Bit. Además, el desnudo en tarima no es una ocurrencia poco común en el Siglo XXI o en el XX o tan siquiera en el XIX.

La película siempre se va por el camino más fácil y al final aprendí muy poco de la música o sus artistas. Aburrida y superficial.


 

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Papagordo guarda cierta relación con I Need a Dodge, en el sentido que narra la historia de un personaje específico. La gran diferencia es que este ocurre en el presente, observando al guitarrista Raimundo Amador durante sus interacciones actuales con su familia y con su pueblo. No hay material de archivo, ni entrevistas tipo talking head, sino que toda interacción con la cámara ocurre mientras los sujetos están haciendo cosas de su cotidianidad. No hay trama en el sentido convencional, es más a fin al documental observacional que al expositivo, dejando que el día a día de Raimundo tome protagonismo.

La manera en que se nos presenta a Raimundo es clave. Primero vemos a dos de sus nietas, las cuales hablan más de la barriga de su abuelo (por ende el apodo Papagordo) que de sus logros como músico internacional. Claro está, para las niñas el concepto del reconocimiento o influencia musical es un abstracto innecesario. Para ellas lo importante es tener a su abuelo cerca y así compartir con él sin impedimentos. Esta representación del personaje, primero como hombre de familia y luego como figura cultural, se posiciona como el propósito central de la película. Es una idea que se mantiene hasta en las escenas donde lo vemos tocar su música, sea ensayando en su casa con uno de sus nietos sentado sobre el amplificador, pasando la guitarra en un jameo de flamenco con sus primos o enfocándose en la visión de su esposa en los momentos que se va a presentar frente a un público en tarima.

Este tipo de documentales son gratificantes mientras se ven, y pueden causar cierta reflexión a posteriori, pero no estoy seguro si la vería de nuevo. Es una sencillez globalizadora y necesaria, que me hace pensar en el abstracto del artista musical como sujeto cotidiano, pero realmente no me invita a seguirle el rastro histórico. Me enseñó algo sobre un artista que no conocía y eso, en este caso, fue suficiente.


Pensando en la programación como un todo, creo que fue un ejercicio exitoso. Hubo variedad musical y en los estilos de producción de cada documental. Sencillos o complejos, abarcadores o superficiales, todos hacen buen caso de las posibilidades del documental musical como género propio. Habría que ver si el año que viene el Festival de Cine Europeo regresa con una colaboración del In-Edit. Este tipo de exposición hace falta.

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